
El horror, la barbarie, la inmundicia que nos ha sido revelada en las últimas semanas sobre el estado de putrefacción del estado mexicano nos está orillando a una toma de conciencia generalizada, dolorosa, que no puede, que no debe detenerse si no deseamos sacrificar nuestra condición de seres humanos definitivamente. Sí, ya es imposible que no nos duela el dolor de tantas madres, padres, hermanos, hijos y compañeros de tantos y tantos sustraídos y sustraídas (¡porque nadie desaparece !), de tantos y tantos sacrificados, ofrendados, asesinados y muertos sin merecer ni siquiera el derecho mínimo de saber que quienes les sobrevivían tendrían un féretro al cual abrazarse, esa última expresión del amor y la piedad a la cual hasta los enjuiciados conservan.
No. Es imposible no reconocer que cualquier diferencia en la cual nos hayamos escudado hasta hoy para tranquilizarnos interiormente con que a “nosotros no nos pasa nada”, “el país está bien”, “son otros los que traen problemas”, “son los del Norte”, “son los de Michoacán”, “son los maestros”, “son los migrantes”, “son los comerciantes”, “son los purépechas”, todas han agotado su débil verosimilitud. Es inevitable comprender que frente a cualquier afrenta que suframos, la más sencilla como un maltrato o una compra fraudulenta, pero especialemente las más graves, no tenemos a quién acudir para que sea reparada, y peor aún: no tenemos con quién denunciar el hecho de que recibir seguridad de parte del estado nos haya sido sustraído en gran parte…
En medio de esta voragine que parece una pesadilla, está muy bien que crezca entre nosotros el deseo de cuestionar el funcionamiento antisocial y entreguista de nuestros malos representantes, pero no debemos olvidar que la trama de colaboraciones criminales que hoy les reprochamos -con amarga y justa razón-, comenzó necesariamente con nuestra propia ayuda. Sí, no sólo muchos de los desvíos millonarios que debieron utilizarse en bienestar social y desarrollo fueron ejecutados por políticos que nosotros eligimos, sino que muchas de las actitudes despóticas y procedimientos ineficaces que comenzaron a empañar el servicio público mexicano contaban (y cuentan) con sus gemelos idénticos en el compadrazgo y la fanfarronería de nosotros los ciudadanos.
Evidentemente hablo de la responsabilidad de las clases media y alta mexicanas quienes, habiendo tenido acceso a la educación superior, optaron por creer en los beneficios de perdonarle al estado sus fallas a cambio de obtener privilegios de casta, no queriendo ver que un estado fallido terminaría por dejarnos expuestos a todos por igual. No quisieron esa clase media y alta entender que a ellos les tocaba asegurar la igualdad de todos, en vez de asimilar la diferencia de clases como algo natural e irrevocable. En vez de interesarse por la miseria del otro, prefirieron elevar las protecciones de sus fraccionamientos privados. En vez de vigilar la mejora de los contenidos de educación, prefirieron enviar a sus hijos a escuelas y universidades privadas en donde los programa de estudios se resumían a aprender cómo sacar beneficio personal de la desigualdad. En vez de defender la calidad en la manufactura y la agricultura mexicanas, prefirieron creer en el espejismo primermundista de las importaciones. En vez de preocuparse por la banalización de la violencia y la atracción desmedida por el lujo que los medios de entretenimiento ejercen especialmente sobre la población más vulnerable, se contentaron con la imagen de belleza pueril que los empresarios quisieron crearles. En vez de mirar con desagrado el deterioro de los transporte públicos, prefirieron creerse el cuento de que en su propio coche vivirían como en el primer mundo, cuando el menor esfuerzo de análisis les hubiera revelado que la verdad es exactamente lo contrario.
En vez de escandalizarse por la falta de respuesta de las denuncias de feminicidios, masacres, incendios, derrumbes, inundaciones y secuestros que lograban penetrar en el espacio controlado de los medios, optaron por despreciar a los manifestantes que les echaban a perder el día con la triste fotografía de sus desgracias… hasta el día que también les tocó marchar con una pancarta y una fotografía.
¿Qué esperábamos que sucediera un día con todos los excluidos que se iban produciendo? ¿Que vinieran a darles las gracias por cómo fueron lentamente, sistemáticamente empujados a la pobreza? ¿puestos virtualemente a disposición de las mafias de antisociales? ¿a la delincuencia cada vez más armada gracias a los suministros internacionales? ¿por qué nadie encontró raro que la diferencia de piel determinara la intensidad del trabajo que se desempeñaba? ¿el acceso a empleos mismo? ¿por qué no se hizo la pregunta sencilla de qué pasaría con toda esa gente que quedaba fuera de su modelo de bienestar selectivo? Ojo, no estamos defendiendo la idea clasista de que todos los pobres y todos los campesinos se unieron a la delincuencia. De hecho, gracias a que no fue así, gracias a la resistencia de los menos privilegiados, el país ha podido resistir a sus fuertes contradicciones.
Empero, el juicio moral al que nos enfrentamos en México debe ser, como algunas de las expresiones que circulan en las redes sociales, total y profundamente honesto y global, o no será. En este llamamiento a cuentas debemos comenzar por cuestionar nuestra participación voluntaria o involuntaria de un imaginario político que concibe la exclusión como un modelo aceptable y sostenible. Nuestra vulnerabilidad actual se forjó de las muchas situaciones en las cuales rechazamos ponernos en el lugar del otro y es quizá lo que esté comenzando a cambiar en este momento en que no podemos, literalmente, no podemos dejar de pensar en el sufrimiento del otro, en la humanidad malherida que compartimos todos los mexicanos.